Angustias de un historiador
Ivo Kravic
En sus inicios recuerda que, cuando joven, su modo de imaginar una clarinada llamando de degüello le inició en esa extraña “carrera”, la historia. Pues bien, ahora respira hondo, está entre documentos, y se remite a la letra. Sin embargo, saltea sus espacios abismales o esas manchas de tinta temblorosas, de duda o de incertidumbre de quien escribiera por esos tiempos. La letra es, para él, lo que obviamente se infiere de los reconocidos actos del occiso. Al dar vuelta el folio sabe que va a encontrarse con una mano en la chaqueta y la otra detrás. ¿Cuál de las dos manos es más importante? ¿Hay alguna otra certidumbre más allá de la costumbre de ser perpetuado? Quizás ni el occiso mismo lo sabía. Se sabe que fue apto para cruzar montañas, dadivoso en colocar piedras escolares, sangriento como el demonio en afilar un sable a molejón de barbero, lúcido por la oscuridad de la mano en la que atesorar la pluma, con una bandera tironeándose del alma para jurarla en una barranca inhóspita, o viendo al mar por última vez con una copa de veneno, la definitiva.
Nunca (y deja a un costado la lupa) estertor por el cansancio del corazón, nunca sabrá por qué la calma precede a la tempestad, esa que trajo de aquel lado del mar y se quedó con nosotros. Y aunque algún día se muere la materia, la de historia (tiembla con solo pensar por dónde irá el espíritu) no tendrá nunca palabras de agonía porque la muerte del occiso nunca le ha pertenecido.
El occiso, cualquiera de ellos, se llevó sus montañas, recuperó los dientes que le habían sido robados y que fueron a parar a un escritorio, el retazo de cielo a dos colores, el desierto de los pueblos con sus cabezas cortadas y todo lo que sigue es como la brisa que mueve los cortinados, mueve las persianas, todo está ya en el museo donde el occiso es contemporáneo de su cadáver.
Los bichitos despotrican por un poco de tinta, esas manchas sugestivas, tensas salpicaduras del alma, recuerdos de la ilustración, de lo romántico y tantas cosas, incluso lo que falta.
El paisaje del rostro del occiso se cuartea como las salinas que se cabalgaron, y cuánto; los ojos se han fijado en marcos maravillosos y el silencio de los pasos es el sepulcro de nuestras violencias originales (diría, del occiso).
¿Dónde la civilización y dónde la barbarie? ¿Qué hay de sincero en estas reflexiones? Porque son quizás el eco de lo indocumentado, piensa el ayudante del hombre de la lupa, que es un muchacho joven, un estudiante y que sabe algo de poesía. Se ha separado un poco de su maestro para verlo mejor, tal como es en el centro de la sala. Aquí están todos los ejemplos, parece decir su maestro, todo lo que ha ocurrido en estas últimas decenas de años, son copias degeneradas, ni Perón, ni Menem, ni Videla, ni Yrigoyen, todo eso es del último banco, refracción de espejo manchado, intento fallido de antigüedad; estas hordas no se parecen a aquellas; por ciertas consideraciones éstas yacen arruinadas por la voluntad de conocimiento, piensa que piensa el maestro, o quizás es él el que lo piensa.
Profesor (a ambos los distancia una vitrina con el traje y charreteras que fueron del occiso) profesor, ¿qué piensa Usted del final de la historia? No sabe si mirar la charretera o al estudiante; elije una tercera opción: va al baño a refrescarse un poco el rostro. ¿Cómo que ha finalizado? Y yo con las manos vacías ¿estaré en algún punto de una gloria privada? Y el espejo parece responder “Hijo bobo, transido de dolor y de conocimiento, siempre serás el que viene después. Has hecho del infinito una travesura o de la travesura un infinito. Qué simpática será la nada cuando diga su no”.
Se ríe de su ocurrencia metafísica, se descaspa los hombros sin charreteras, escobitas del incómodo y se alegra por este próximo fin de semana, cuando reúna a sus amigos y le place una frase de su cuño que hará reír a todos, singularmente de tinte post-saavedrista: “Hago tanto asado con tan poco fuego”.
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